

La historia de Douglas Kelley y su papel clave en Núremberg

Cuando el mundo intentaba comprender la magnitud de los crímenes cometidos por el régimen nazi tras la Segunda Guerra Mundial, una pregunta urgente rondaba entre los Aliados: ¿podían los máximos jerarcas nazis responder penalmente por sus actos o estaban mentalmente incapacitados? La respuesta quedó en manos del psiquiatra estadounidense Douglas M. Kelley, cuya evaluación resultó decisiva para el rumbo de los juicios de Núremberg.
Los juicios de Núremberg marcaron un momento histórico: era la primera vez que los vencedores de una guerra procesaban a los líderes de un Estado derrotado. Las dificultades legales y técnicas fueron enormes, desde definir los delitos hasta garantizar un debido proceso mínimamente respetuoso.
Pero antes de cualquier deliberación, había una pregunta que nadie podía ignorar: ¿estaban sanos mentalmente los acusados? Si no lo estaban, su responsabilidad penal quedaría en duda. Kelley, egresado de la Universidad de California y veterano del ejército donde trató a soldados con “shock de guerra”, fue elegido para evaluar a la cúpula del Tercer Reich apresada por los Aliados.
Durante más de ocho meses, Kelley entrevistó, analizó y aplicó pruebas psicológicas a figuras como Hermann Goering, Rudolf Hess, Joachim von Ribbentrop y Wilhelm Keitel. Aplicó pruebas de Rorschach, tests de percepción temática y estudios de coeficiente intelectual.
Su conclusión sorprendió al mundo: “No están locos ni son superhombres. En general, no son diferentes a un grupo de ejecutivos de cualquier parte”.
Los líderes nazis mostraron inteligencia promedio o superior, y ninguna señal de enfermedad mental que explicara o justificara los crímenes cometidos. Para Kelley, esta constatación fue profundamente inquietante.
Entre todos los acusados, Kelley quedó particularmente intrigado por Hermann Goering, jefe de la Luftwaffe y sucesor designado de Hitler. Ambos compartían rasgos de personalidad: inteligencia aguda, carisma y un fuerte ego.
Goering se mostró encantador con él. Kelley registró largas conversaciones y visitas diarias a su celda. Incluso llegó a ayudarlo a controlar su adicción a la codeína y a bajar de peso. Sin embargo, también cruzó límites éticos, como actuar como correo clandestino entre Goering y su esposa, algo no autorizado por el tribunal.
El vínculo llegó al extremo de que Goering pidió a Kelley que adoptara a su hija si él y su esposa morían, solicitud que el psiquiatra consideró pero finalmente rechazó por oposición de su propia familia.
Al principio, Kelley pensó que los jerarcas nazis debían haber sido víctimas de un “virus moral” o algún trastorno que explicara el genocidio. Sin embargo, tras meses de estudio, su hallazgo lo dejó perturbado:
No actuaron por locura, sino desde la convicción ideológica, la obediencia burocrática y la racionalidad perversa del sistema que encabezaban. Para Kelley, esto significaba algo aún más temible: “personas así podían existir en cualquier país, en cualquier época”.
Temiendo que los mismos mecanismos que permitieron el ascenso del fascismo en Europa pudieran replicarse en Estados Unidos, comenzó a dar conferencias alertando del peligro.
Este descubrimiento también lo llevó a cuestionar su profesión. Si la psiquiatría no podía explicar actos tan atroces, ¿qué tan efectivo era su campo? Poco a poco se alejó de la especialidad para concentrarse en criminología.
El 1 de enero de 1958, tras años de depresión y problemas con el alcohol, Kelley tuvo una fuerte discusión con su esposa. En un arranque impulsivo, tomó una cápsula de cianuro y murió de inmediato.
El detalle estremeció al mundo académico: Goering había usado exactamente el mismo método para suicidarse la noche antes de ser ejecutado en Núremberg.
La coincidencia alimentó sospechas de que Kelley pudo haber sido quien le entregó la cápsula al nazi, algo que nunca se pudo comprobar.
La labor de Douglas Kelley fue fundamental para legitimar los juicios de Núremberg. Su conclusión —que los arquitectos del genocidio actuaron con plena capacidad mental— contribuyó a establecer una premisa clave del derecho penal internacional: la atrocidad no exime la responsabilidad.
Pero su trabajo dejó también una advertencia: la maldad organizada puede ser obra de personas perfectamente sanas, moldeadas por sistemas que premian la obediencia ciega, la deshumanización y la manipulación ideológica.
Una lección que, a ochenta años de los juicios, sigue siendo tan vigente como entonces.





